Te devuelvo tus monedas, consejero del rey. Soy una de aquellas mujeres que enviaste al santuario de la jungla para tentar al joven asceta que no había visto nunca una mujer. No he conseguido lo que querías.
Comenzaba a clarear cuando el joven ermitaño bajó a bañarse al río; sus cabellos leonados eran semejantes a las nubes de la mañana y sus miembros brillaban como los rayos del sol. Nosotras reíamos y cantábamos remando en nuestra barca; después nos lanzamos a la ribera, con loco alboroto y bailamos a su alrededor mientras el sol se alzaba al otro lado del agua y nos observaba enrojeciendo de divina cólera.
El muchacho abrió los ojos como un niño de los dioses y observó nuestros movimientos con creciente extrañeza, hasta que sus ojos se volvieron brillantes como estrellas de la mañana. Después alzó sus manos entrelazadas y entonó un himno de alabanza con su voz juvenil, parecida a la de un pájaro, que hizo estremecer todas las hojas de la jungla. Nunca habían sido cantadas palabras semejantes a ninguna mujer mortal; eran como el himno silencioso que las calladas montañas dedican al alba...
Las mujeres se taparon la boca con las manos, con el cuerpo estremecido por las risas y un espasmo de duda contrajo el rostro del ermitaño. Corriendo apesadumbrada a su lado me postré a sus pies diciéndole: “Señor, acepte mis servicios”.
Conduciéndolo a la ribera recubierta de hierba le sequé el cuerpo con la punta de mi mantón de seda y arrodillándome en el suelo le sequé los pies con mis largos cabellos. Cuando alcé el rostro y miré sus ojos me pareció sentir el primer beso del mundo a la primera mujer. Bendita sea yo, bendito sea Dios, que me hizo mujer! El muchacho me dijo: “¿Qué dios desconocido eres tu? Tu contacto es el contacto de la Inmortalidad y tus ojos tienen el misterio de la medianoche”.
No, no sonrías de esa manera, consejero del rey... el polvo de la sabiduría humana te ha nublado la vista. Pero la inocencia del muchacho atravesó la niebla y vio la verdad resplandeciente, la divinidad de la mujer.
La idea se despertó en mi a la luz terrible de aquella primera adoración. Las lágrimas llenaron mis ojos, la luz de la mañana acarició mis cabellos como una hermana, y el murmullo de la jungla me besó los cabellos como besa a las flores.
Las mujeres aplaudieron, riendo con obscenas carcajadas, y con los cabellos sueltos y los velos arrastrando por el suelo comenzaron a tirarle flores.
Ay, mi sol sin mácula, ¿no podría mi vergüenza tejer una niebla de fuego para esconderte? Caí a sus pies gritando: “Perdóname!” Y huí como un ciervo herido a través del sol y de la sombra, repitiendo una vez y otra “Perdóname!”. La risa tremenda de las mujeres me acorralaba como un fuego que restalla pero aún resonaban en mis oídos sus palabras: “¿Qué dios desconocido eres tu?”
Comenzaba a clarear cuando el joven ermitaño bajó a bañarse al río; sus cabellos leonados eran semejantes a las nubes de la mañana y sus miembros brillaban como los rayos del sol. Nosotras reíamos y cantábamos remando en nuestra barca; después nos lanzamos a la ribera, con loco alboroto y bailamos a su alrededor mientras el sol se alzaba al otro lado del agua y nos observaba enrojeciendo de divina cólera.
El muchacho abrió los ojos como un niño de los dioses y observó nuestros movimientos con creciente extrañeza, hasta que sus ojos se volvieron brillantes como estrellas de la mañana. Después alzó sus manos entrelazadas y entonó un himno de alabanza con su voz juvenil, parecida a la de un pájaro, que hizo estremecer todas las hojas de la jungla. Nunca habían sido cantadas palabras semejantes a ninguna mujer mortal; eran como el himno silencioso que las calladas montañas dedican al alba...
Las mujeres se taparon la boca con las manos, con el cuerpo estremecido por las risas y un espasmo de duda contrajo el rostro del ermitaño. Corriendo apesadumbrada a su lado me postré a sus pies diciéndole: “Señor, acepte mis servicios”.
Conduciéndolo a la ribera recubierta de hierba le sequé el cuerpo con la punta de mi mantón de seda y arrodillándome en el suelo le sequé los pies con mis largos cabellos. Cuando alcé el rostro y miré sus ojos me pareció sentir el primer beso del mundo a la primera mujer. Bendita sea yo, bendito sea Dios, que me hizo mujer! El muchacho me dijo: “¿Qué dios desconocido eres tu? Tu contacto es el contacto de la Inmortalidad y tus ojos tienen el misterio de la medianoche”.
No, no sonrías de esa manera, consejero del rey... el polvo de la sabiduría humana te ha nublado la vista. Pero la inocencia del muchacho atravesó la niebla y vio la verdad resplandeciente, la divinidad de la mujer.
La idea se despertó en mi a la luz terrible de aquella primera adoración. Las lágrimas llenaron mis ojos, la luz de la mañana acarició mis cabellos como una hermana, y el murmullo de la jungla me besó los cabellos como besa a las flores.
Las mujeres aplaudieron, riendo con obscenas carcajadas, y con los cabellos sueltos y los velos arrastrando por el suelo comenzaron a tirarle flores.
Ay, mi sol sin mácula, ¿no podría mi vergüenza tejer una niebla de fuego para esconderte? Caí a sus pies gritando: “Perdóname!” Y huí como un ciervo herido a través del sol y de la sombra, repitiendo una vez y otra “Perdóname!”. La risa tremenda de las mujeres me acorralaba como un fuego que restalla pero aún resonaban en mis oídos sus palabras: “¿Qué dios desconocido eres tu?”
Fragmento del libro: PRESENT D’ENAMORAT de Tagore.
El original es una edición antigua en catalán.
MCD, Agosto-09
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