Como casi todos los niños de ciudad, yo aprendí a ir en bici en un pueblo, en el de mi primo mayor, concretamente. El tenía una BH reluciente, llena de accesorios de dudosa utilidad para mí pero totalmente imprescindibles para él.
“¿Qué es eso?” le pregunté yo una vez que lo descubrí, totalmente ensimismado, pasando delicadamente la bayeta por su bici. “El guardabarros” me contestó sin dejar su tarea. “Y para qué sirve?” “Pues para guardar los barros! Qué pregunta!” Y se quedó tan ancho.
A mí me parecía una tontería eso de guardar los barros sobre todo porque después se pasaba un buen rato quitándolos con un palito primero y con un trapo húmedo después. Me quedé mirando a cierta distancia, y me pareció que las ruedas se transformaban en unos ojos gigantes que me miraban con sus correspondientes cejas metálicas, refulgentes. “Los guardabarros son las cejas de las bicis!” descubrí emocionada.
Hace un año decidí dejar el coche y comprarme una bici para los pequeños desplazamientos por la ciudad. “La quiere con guardabarros?” “No, no.” Contesté casi sin pensar. “Tiene razón,” me dijo el dependiente, “para lo poco que llueve aquí.” De repente, volvió aquella incertidumbre archivada en mi mente infantil, realmente, para qué servirá un guardabarros? Las tormentas de la última semana me dieron la respuesta y me sentí como aquella niña que, conforme fue creciendo, descubrió que las cosas son más prosaicas y simples de lo que nunca hubiera podido imaginar.
MCD 1998
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