Arbusto ramificado.
Sobre el verdadero lugar del hombre en la evolución del Reino Animal.
Charles Darwin representó la evolución como un “árbol de la vida”. Desde un tronco común, las ramas divergen en varias direcciones, y de cada una de ellas brotan numerosas ramificaciones. Refiriéndose al árbol de Darwin, el palentólogo Stephen Jay Gould dice que “en realidad se parece más a un arbusto ramificado”. El tronco y las ramas mas fuertes de un árbol no son muy flexibles; un arbusto enmarañado, con sus delicadas ramificaciones que retoñan en todas direcciones, está más próximo a nuestra idea habitual de la historia evolutiva.
Antes de Darwin, la historia natural estaba influida por la idea medieval de la gran cadena del ser, que disponía las cosas vivas según una jerarquía. El modelo era una escala o escalera. Las criaturas bajas (simples) ocupaban los peldaños inferiores; más arriba, aparecían en la escala criaturas progresivamente más próximas al hombre, pináculo de todas las formas de vida; sólo los ángeles u otros seres espirituales ocupaban una posición superior. Dios se hallaba en el peldaño más alto.
La cadena del ser constituía un sólido hábito intelectual difícil de quebrar. Los primeros evolucionistas, como Lamarck y Erasmus Darwin, transformaron la escalera en un ascensor. Se suponía que los animales aspiraban al siguiente peldaño superior, en una constante tendencia hacia lo alto. El mismo Charles Darwin constató que a veces imaginaba el desarrollo desde lo “menos perfecto hacia lo más perfecto” y recordaba que “nunca debía hablar de superior o inferior”.
Es imposible determinar si una almeja es “superior” a un mejillón, o un hámster más elevado que un musgaño. Cada especie es el producto de una historia singular, influida por el origen, hábitat, competencia, predadores, clima, oportunidades y suerte en el descarte. Los pinzones de las islas Galápagos, por ejemplo, divergieron de sus antepasados continentales hasta convertirse en granívoros o insectívoros, formar especies pisciformes, etc. De ninguno se puede decir que sea “superior” o “inferior”; simplemente, se adaptaron a distintos nichos en su nuevo entorno.
Lamarck medía el “progreso” evolutivo en función de la proximidad al hombre, una idea atrayente desde la perspectiva humana pero no muy leal con el resto de los seres vivos. (Las costumbres inveteradas mueren con dificultat; muchos textos siguen hablando de “primates superiores” o de “simios antropomorfos””).
Este error común en la comprensión de la evolución –una falacia que distorsiona la verdadera posición del ser humano en la naturaleza- puede corregirse mediante la representación del arbusto ramificado. Donde las ramas sean muy densas y se arracimen muchas especies emparentadas, tendremos un grupo próspero, irradiado a numerosos ninchos.
Cuando la mayoría de los ramilletes se extingue, dejando sólo una especie superviviente y unos poco fósiles, el procedimiento habitual ha consistido en reintroducir la antigua “escala” evolutiva. Los fósiles aparecen dispuestos en una línea directa, “progresando” o “ascendiendo” hacia la única rama superviviente. Es la ilusión del “finalismo”: la idea de que la especie evoluciona hacia una meta final, bien sea el caballo o el hombre moderno.
Si siguen perviviendo muchas especies emparentadas, nadie soñaría en disponerlas en una escala jerárquica que conduzca a la “más alta”. En la actualidad, por ejemplo, existen sobre la Tierra muchas especies de roedores y muchos antílopes diferentes. Nadie se pregunta cuál es el antílope o el roedor superior. Pero, como en el caso del Hommo sapiens sólo queda una rama, solemos considerarnos la meta o culminación de toda la evolución de los homínidos.En realidad, hubo muchas especies de criaturas antropoides, la mayoría de las cuales se extinguió. Nosotros somos la única rama superviviente de un ramillete en otros tiempos próspero, pero que casi llegó a extinguirse. Sin embargo, imaginamos la historia de nuestro linaje como si todas sus ramas tendieran a convertirse en lo que nosotros somos, el fin y cima del desarrollo evolutivo. Eso, dice Stephen Jay Gould, es “una pequeña broma que nos gasta la vida”.
Sobre el verdadero lugar del hombre en la evolución del Reino Animal.
Charles Darwin representó la evolución como un “árbol de la vida”. Desde un tronco común, las ramas divergen en varias direcciones, y de cada una de ellas brotan numerosas ramificaciones. Refiriéndose al árbol de Darwin, el palentólogo Stephen Jay Gould dice que “en realidad se parece más a un arbusto ramificado”. El tronco y las ramas mas fuertes de un árbol no son muy flexibles; un arbusto enmarañado, con sus delicadas ramificaciones que retoñan en todas direcciones, está más próximo a nuestra idea habitual de la historia evolutiva.
Antes de Darwin, la historia natural estaba influida por la idea medieval de la gran cadena del ser, que disponía las cosas vivas según una jerarquía. El modelo era una escala o escalera. Las criaturas bajas (simples) ocupaban los peldaños inferiores; más arriba, aparecían en la escala criaturas progresivamente más próximas al hombre, pináculo de todas las formas de vida; sólo los ángeles u otros seres espirituales ocupaban una posición superior. Dios se hallaba en el peldaño más alto.
La cadena del ser constituía un sólido hábito intelectual difícil de quebrar. Los primeros evolucionistas, como Lamarck y Erasmus Darwin, transformaron la escalera en un ascensor. Se suponía que los animales aspiraban al siguiente peldaño superior, en una constante tendencia hacia lo alto. El mismo Charles Darwin constató que a veces imaginaba el desarrollo desde lo “menos perfecto hacia lo más perfecto” y recordaba que “nunca debía hablar de superior o inferior”.
Es imposible determinar si una almeja es “superior” a un mejillón, o un hámster más elevado que un musgaño. Cada especie es el producto de una historia singular, influida por el origen, hábitat, competencia, predadores, clima, oportunidades y suerte en el descarte. Los pinzones de las islas Galápagos, por ejemplo, divergieron de sus antepasados continentales hasta convertirse en granívoros o insectívoros, formar especies pisciformes, etc. De ninguno se puede decir que sea “superior” o “inferior”; simplemente, se adaptaron a distintos nichos en su nuevo entorno.
Lamarck medía el “progreso” evolutivo en función de la proximidad al hombre, una idea atrayente desde la perspectiva humana pero no muy leal con el resto de los seres vivos. (Las costumbres inveteradas mueren con dificultat; muchos textos siguen hablando de “primates superiores” o de “simios antropomorfos””).
Este error común en la comprensión de la evolución –una falacia que distorsiona la verdadera posición del ser humano en la naturaleza- puede corregirse mediante la representación del arbusto ramificado. Donde las ramas sean muy densas y se arracimen muchas especies emparentadas, tendremos un grupo próspero, irradiado a numerosos ninchos.
Cuando la mayoría de los ramilletes se extingue, dejando sólo una especie superviviente y unos poco fósiles, el procedimiento habitual ha consistido en reintroducir la antigua “escala” evolutiva. Los fósiles aparecen dispuestos en una línea directa, “progresando” o “ascendiendo” hacia la única rama superviviente. Es la ilusión del “finalismo”: la idea de que la especie evoluciona hacia una meta final, bien sea el caballo o el hombre moderno.
Si siguen perviviendo muchas especies emparentadas, nadie soñaría en disponerlas en una escala jerárquica que conduzca a la “más alta”. En la actualidad, por ejemplo, existen sobre la Tierra muchas especies de roedores y muchos antílopes diferentes. Nadie se pregunta cuál es el antílope o el roedor superior. Pero, como en el caso del Hommo sapiens sólo queda una rama, solemos considerarnos la meta o culminación de toda la evolución de los homínidos.En realidad, hubo muchas especies de criaturas antropoides, la mayoría de las cuales se extinguió. Nosotros somos la única rama superviviente de un ramillete en otros tiempos próspero, pero que casi llegó a extinguirse. Sin embargo, imaginamos la historia de nuestro linaje como si todas sus ramas tendieran a convertirse en lo que nosotros somos, el fin y cima del desarrollo evolutivo. Eso, dice Stephen Jay Gould, es “una pequeña broma que nos gasta la vida”.
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